Erase una vez un día en el que el mundo se convirtió en una obra de arte.

Todos los humanos que habitábamos en él tuvimos que Reajustar nuestra mirada para poder entenderlo.

Hasta entonces el mundo, para ser conocido, era más bien pensado que vivido.




Cuando nos proponíamos esclarecer algún asunto, prestábamos atención a nuestra propia explicación de las cosas y sacábamos conclusiones. Más que entablar una relación directa con la cosa de modo que, al
penetrar en ella sin intermediarla con nuestro discurso, la pudiéramos comprender…,

nos complacía llegar a alguna verdad que nos hiciera creer que podíamos alcanzar a controlarla. De hecho no sabíamos que hubiera otro modo de acercarnos a la verdad de las cosas. Y a esto llamábamos conocimiento. Transformar la cosa en algo que se pudiera dejar dominar, manejar.
El Agua:

El mundo en su forma no había cambiado tanto: No era ni más bonito ni más feo. Solo que ahora requería de una mirada capaz de reconocerlo tal cual, como tal.
Afortunadamente la humanidad había estado en contacto desde el principio de sus tiempos en el planeta tierra con el arte. Con las manifestaciones humanas que parten de lo hondo del autor para encontrarse con lo hondo de quien las contempla. Y sabíamos algo acerca de dicha mirada.

Desde el principio de sus tiempos, la humanidad había atendido al objeto artístico como un fin en sí mismo. Sin una utilidad que lo justificara. A no ser que fuera como puerta dimensional que diera acceso a la divinidad (o a uno mismo en profundidad que debía venir a ser lo mismo). Por esa razón, al no pretender nada de él que se pudiera controlar, no lo abordaba desde su discurso interno. En lugar de, a la vez que se lo percibía, dictar como debiera ser, lo contemplado era primero, silenciosamente aceptado. Y en este dejar ser a la obra, sin separarla de nosotros, ocurría cierto encuentro. No estaba la obra por un lado y por otro lado yo opinando acerca de ella sino que, en ese momento, la separación inicial entre observador y objeto observado desaparecía en virtud de lo que se estaba viviendo. Un encuentro vivo que alcanzaba mayor profundidad y conexión con uno mismo que la relación habitual con las otras cosas del mundo.
Había quien lo entendía mejor con el baile: cuando estás bailando una música que te gusta, te dejas llevar por el ritmo, la melodía, la armonía… La música se te mete dentro y ya no estás separado de ella. En ese momento sois más bien baile que tú y la música.
Así que sabíamos que cuando percibimos una obra de arte con la disposición de entablar una “conversación” con ella, no nos conviene lanzarnos a decidir cómo es o cómo debería ser. Que, si queremos alcanzar su regalo, no nos precipitamos a dar nuestra opinión acerca de dónde tendría que estar su nariz. Más bien la acogemos con un respetuoso silencio y la dejamos ser tal como es, dejamos que ella nos hable primero.
Había mucha gente que no se había dado cuenta de lo ocurrido y seguía “practicando” el mundo como antes. Andaban retransmitiendo todo lo que acontecía según su propio parecer y no se detenían ni un poquito a mirar.
Había otra gente que sí había entendido un poco lo que había pasado. Algunos solo sospechábamos algo pero estábamos dispuestos a probar. Cuando nos acordábamos de la transformación del mundo, prestábamos atención, dejábamos en suspenso el diálogo mental que retransmitía lo que acontecía según nuestro propio parecer y nos deteníamos un poquito a mirar.

Y ocurría que entonces el mundo se aparecía como es, no como debería ser o no. Y lo presenciado no se separaba de quien lo presenciaba. No estaba el mundo por un lado y por otro lado yo, decidiendo cómo el mundo es. En lugar de pensar el mundo y de pensarme a mí mismo al hilo de mi diálogo interno ahora vivía el mundo como si fuera yo mismo.
Parecía algo compulsivo ese pensarse y pensar el mundo en términos de nuestro discurso mental. Como si nos fuéramos a caer o hasta a desaparecer si no lo hiciéramos.
En verdad entendimos que como seres separados en esencia existimos solo en tanto que nos pensamos así. Lo comprobamos en muchos contextos y en todos ellos resultó que, cuando no nos enredábamos en nuestro diálogo interno, no había nada que sustentara tal separación. Como cuando miramos un cuadro y no distinguimos en esencia las formas de los colores, los volúmenes de las sombras, sino que los atendemos en el todo del cuadro porque todos esos elementos solo se entienden en el todo del que forman parte. Del mismo modo, en el mundo hay cosas, cuerpos diferentes, formas limitadas sobre diferentes fondos, movimiento…distancias en el espacio y en el tiempo…pero al no debatirlas sino tan solo atenderlas como se nos aparecen, sin más discurso, el pensar pasa a otro nivel y la consciencia las vive y se vive en con ellas como un todo, un todo que… ustedes pueden verlo por si mismos…
Continuará…